Me pregunto cómo se oiría una confesión de amor pronunciada desde sus labios.
Sí, puedo imaginarlo: conozco su voz, y cada expresión de su habla. Me hablaría aceleradamente, de modo atropellado como cuando está nerviosa. Y estaría parada frente a mi… Sí, puedo imaginarla. Una confesión como esa… ¿Qué color traería consigo? ¿Qué tan impactante sería la hilaridad que sentiría nacer desde mi pecho?
Esta tarde me llamó por teléfono. Se oía nerviosa tal como cuando algo grave le sucede. Tuve mucha curiosidad cuando dijo que tenía algo importante que decirme. Es que pasamos las últimas semanas sin hablarnos y nuestra última conversación se había semejado demasiado a una despedida.
Y aquí la tengo ahora, frente a mí. Tan hermosa. De acuerdo, ¡concéntrate! ¿Qué está diciendo? Ah. Es maravillosa. Simplemente maravillosa. Sus labios enjuician cuidadosamente el trazo de sus palabras; intenta manifestar con exactitud la férvida agitación del corazón. Yo la escucho, la contemplo desde el sofá. Ignoro la insinuación mañosa de sus ojos y continúo en silencio. De a ratos pierdo el hilo de la conversación, me distraigo. De a ratos distingo frases ociosas como “de veras” o “¿entendés?” que entorpecen el hermoso palabrerío.
Ahora hizo una pausa y me mira en silencio… Ojala prosiga pronto con el tema, realmente me estaba gustando escucharla en silencio. Sin embargo no lo hace. Ahora que me notó demasiado quedo, está como inquiriendo mi opinión con la mirada… Se me ocurre que quizás es el momento más oportuno de hacerle saber cuán loca me tiene. Tal vez… lo mejor es finalmente decidirme, demostrarle lo que no advierte. Sí, voy a acercarme. Voy a besar sus labios con locura. Demonios, demasiado tarde. Ha comenzado a hablar nuevamente. Esta vez agitando sus manos, más impaciente.
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Un momento. ¿Acaso dijo que me ama? (Demonios, ¿me quedé dormida, estaré soñando?)
¡Y pensar que esta mañana no quería levantarme! Cuando abrí la ventana y mire el sol, solo vi al sol. Y abrí con mucho esfuerzo la reja de salida. Cielos, no puedo entender mi propio mal humor. Quiero decir, debí haber saltado de la cama, debí sonreír con enorme alegría al ver el sol, debí haber saltado la reja con energía: la vida es bella. Estar viva es simplemente lo mejor que me pudo haber pasado. De acuerdo, tal vez no… Pero ella lo es.
Sí. Me ama con locura, no ha dejado de decirlo desde que hizo esa pausa y el silencio descansó en la sala. ¡A que le parece extraña mi tranquila reacción! Es verdad, lo es. Pero ustedes no entienden. No la conocen. Ella es la única mujer que remoza mis días, mi cotidianeidad. Ha remozado mi vida. Quizás ahora entiendan que no puedo fiarme de lo que me muestran mis ojos, de lo que testifican mis oídos. No puedo arrojarme a sus brazos sin antes comprobar que no se trata de un sueño. Uno ilusorio y maravilloso. Uno muy vívido.
Casi es imposible designar algo tan real a la dimensión de los sueños. Pero… es la única explicación: he abandonado mi puesto, mi lugar en el sofá. Como un soldado que ha desertado. Transito por una especie de delirio somnoliento. Furor, éxtasis, felicidad. Seducciones ficticias de la mente, pero hermosas. Así la observo, la escucho ¿Cómo se oiría una confesión de amor pronunciada por sus labios? ¿Acaso tendría un color diferente a ésta? ¿Tendría un impacto diverso a la hilaridad que siento nacer desde mi pecho? Por supuesto que no. Es ésta la confesión más dulce de todas.
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